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Enero de 1996. Casi a punto de cumplir 10 años, mi mamá decidió que yo retomaría mis clases de natación. Como toda madre tenía la ilusión que su hija destaque en algún deporte, y qué mejor que la natación, ”el más completo”. Al principio me rehusé a ir a las clases, estaba de vacaciones y yo quería irme a la playa como lo había hecho los últimos tres veranos, pero mi mamá decidió que esos tres meses resultarían bastante provechosos para sus hijas.

Llegué a la piscina con los ojos hinchados por el berrinche que había armado en mi casa, mas mi cara de poto cambió cuando vi a mi mamá hablando con mi profesor. Muy contraria a la imagen mental que había fabricado (dícese de un señor mayor, gordo, pelado, bigotón),  mi instructor de natación era un muchacho de- calculo- 22 años, delgado, ligeramente bronceado, pelo negro y ojos verdes (o un color casi casi verde, no recuerdo bien).

Inmediatamente me acerqué a presentarme y a manifestarle mi interés por practicar el “mejor deporte de todos”. Mi profe me miraba sonriente y mi mamá no podía creer lo que estaba escuchando. Mi tercer amor platónico – el primero fue Pablito Ruiz (que roche) y el segundo uno de los integrantes de Magneto (creo que se llamaba Alex o Alan, más roche aún)- puso su mano en mi hombro y me guió hacia las tablas. Sentí un cosquilleo en la panza y supe que estaba enamorada.

Estaba feliz. Él y yo estaríamos juntos los tres meses, teníamos una cita de 5 a 6:30 de la tarde, de lunes a viernes. No importaba que hubieran 20 niños más en la piscina. Yo sentía que había una especie de campo de fuerza que nos aislaba de todos los intrusos. Primnero vería en mí a su alumna preferida, luego a una excelente nadadora, y con suerte, unos dos o tres años después, a su novia.

Llegó marzo, el último mes de vacaciones. En abril entraría al cole y no lo volvería a ver hasta quién sabe cuándo. Era impensable dejar la natación. Había hecho grandes progresos, hasta me había gustado realmente el deporte. Hablé con mi mamá y le dije que no quería dejarlo, que sería bueno para mi salud y disciplina mantener un deporte en la época de colegio. Mi mamá soprendida de la “madurez” que vio en mi pequeña y regordeta persona, aceptó felicitando mi empeño.

No importaba la cantidad de metros que debía calentar, ni la cantidad que nadaría en el entrenamiento, lo importante era que lo seguiría viendo indefinidamente… Al poco tiempo mi castillo de cloro de pisina de derrumbó cuando me enteré que mi amado profe andaba con una de sus alumnas… obviamente esa alumna no era yo, sino una chica de 17 años…nada guapa, por cierto. Se me aflojó el estómago, no quería verlo…y para colmo ya era muy tarde para retirarme de la natación.

Ahora me acuerdo de mi infatuación – porque a los 10 uno no se enamora- y muero de risa, más aún después de haberlo visto hace poco. El semáforo dio rojo y mi taxi frenó; mi ex profesor y ex amor cruzó la pista. No lo pude creer…los años no pasan en vano. Se había convertido en un gordito con cara de buena gente, mucho menos atractivo, pero con los mismos ojos lindos. En cuanto a mí, me arroché…

Han pasado doce años desde que me enamoré de mi profe…pero al verlo, sentí que volvía a tener 10. Recordé el esfuerzo por nadar los metros que él me pedía, recordé que a los pocos días de enterarme de su enamorada me reventé la frente al lanzarme un clavado y que por eso les tengo pánico, recordé que los casi cuatro años de natación me dejaron unos brazos y espalda que hoy quisiera desaparecer, recordé la asquerosa bata de toalla fucsia que mi mamá me obligaba a usar para ir y regresar del club, y sobretodo recordé que a la hora de nadar los gorros de latex son básicos para mantener el cabello hidratado, puesto que evitan que el cabello se moje.

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